COMULGAR CON LO COTIDIANO

Todos hemos comido alguna vez en un plato de cerámica negra de La Chamba (Tolima), loza universal que se encuentra en toda Colombia. La he visto hasta en la isla de Providencia sosteniendo la amplitud culinaria del Caribe. Es tan cotidiana que nos es casi invisible al pensamiento como si fuera la materialización del ideal de Beatrice Warde sobre la tipografía: una copa de cristal que permite ver, oler y probar el vino pero que jamás será la protagonista.

Hasta hace muy poco tuve consciencia de la poderosa belleza detrás de la simplicidad de esta alfarería. Cada plato tiene formas redondas irregulares que hace de cada pieza una en el mundo. Su brillo no es deslumbrante sino que apenas está presente para proteger la integridad del barro del que está hecho. En su textura se alcanzan a sugerir los surcos del proceso que le da forma un alfarero con su tusa de maiz y también las marcas del bruñido que se hace con una piedra ágata de origen volcánico. Cada plato es tierra y agua de la ribera del Magdalena, es viento que pasa por una de las zonas más calientes de Colombia y también es piedra de los volcanes de la cordillera central; son ingredientes que la comunidad de La Chamba usa para producir los platos donde come todo un país.
Yanagi Sōetsu, filósofo japonés y fundador del movimiento Mingei proponía cinco criterios para hablar de arte popular: que sea hecho por un colectivo (comunidad) más que por una persona en particular, producido a mano en buenas cantidades, barato, de uso masivo, funcional en el día a día e íntimamente relacionado con el territorio donde se hace. Yanagi concibió este movimiento sobre el profundo espíritu del pueblo japonés a través de la certeza del artesano que en su cotidianidad produce belleza del mismo modo en que el poder de la naturaleza forma montañas o concibe un bosque de árboles. La cerámica de La Chamba encaja en esta sencillez que expresa un profundo sentido sobre la tierra colombiana que habitamos. Cada vez que nos sirven una comida no solo apreciamos su sabor sino que estamos estableciendo un vínculo con el tiempo y el paisaje que nos rodea: comemos viento, agua y sol que han pasado por el río y por ese “corazón” de la nación llamado Tolima.
“Lo que me gustaría hacer, si eso fuera posible, sería visitar las casas abandonadas en el campo, rescatar sus tazas olvidadas y llenas de polvo para preparar una taza de té fresco. Haciendo eso, podría volver a las raíces y comulgar con los primeros maestros del té para regocijo de mi corazón”. Yanagi, con una nostalgia tremenda, nos propone un camino para construir memorias y museos honestos, sencillos y entregados a la belleza de la cotidianidad: volver a contar historias elocuentes sobre los objetos diarios y sus maestros y maestras, casi siempre anónimos, que estuvieron atrás de ellos haciéndolos y usándolos. La cerámica de la Chamba, presente en el Museo, es una memoria sencilla donde comulgamos todos en lo cotidiano.


Balsas en el Magdalena, una de ellas cargada de cerámica de La Chamba, Martin Horst - 1938

Instalación hecha por alfareros de La Chamba en el Museo Panóptico de Ibagué, 2021


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